Reflexión sobre el trabajo de Javier Zabala.
La forma en que crecen los árboles, enramando su caudal silencioso, enuncia un equilibrio continuo que a veces dejamos de percibir o que hemos olvidado, sin embargo esa perennidad que lo abraza todo es un vínculo con el inmenso orden que jamás se pierde; como un dibujo que se realiza en el cuerpo de aquello que, sin saber cómo, conocemos perfectamente. Como la tinta del artista que inunda el papel dibujando la forma que presentimos desde antes de que el pincel toque siquiera parte alguna del papel. Es el péndulo de la intuición, que sujeto siempre por el instante se balancea entre infinidad de fuerzas, como un torno delicado que lo dibuja todo.
La perennidad nos abraza.
Intuir es percibir, re-conocer algo, el dialogo permanente, entonces la instrumentalización de los lenguajes creativos como interlocutores de esa percepción del mundo, literalmente como traductores entre el lenguaje del ser y el lenguaje del universo, nos acercan y juegan a regresarnos, por un instante, al vasto universo, completando ese re-conocerse. Así, igual de maravilloso que es observar un árbol lo es también leer un libro ilustrado con plenitud, ambos nos hablan de aquel invisible mundo que nos dibuja. No es una exageración, es entender el valor del libro como axis mundi que nos acerca y nos define. Naturaleza tan propia y tan antigua como el libro mismo.
Recuerdo el primer libro de Javier Zabala que conocí, El soldadito Salomón, recuerdo su alongado personaje, su enorme sombrero, recuerdo sus gatos sobrios, las líneas alargadas, los edificios volviéndose humo, los montajes francos y llenos de soltura, el mundo de trazos y trozos que se acomodaban con naturalidad, pero sobre todo recuerdo el mismo vaivén que tiene la hoja en la rama, como la de un pino, dibujando las ilustraciones. Un libro ilustrado desde la intuición, en el vaivén de la lectura como lo hace la rama.
Zabala habita esta fluctuación dibujando las formas desde la intuición, dejándose llevar por la soltura, manteniendo ese vínculo directo con el movimiento y el presentimiento. Una relación que guía la mano en el trazo, que la suspende o la impulsa, la misma que hace que la tinta inunde como lo hacen los ríos en una planicie, encontrando vereda, sin rigidez. Sobre esa temporalidad navegan los elementos, encontrando plasticidad a cada gesto, instante a instante, con la calma con la que crece el cerezo, generando espacios apacibles en el libro, como arbolando la neblina del lienzo, sobre el sustantivo del blanco, intercambiando entre páginas el aire que libera y que hace respirar la lectura; mientras las formas negras, entre ellas la tipografía, sujeta la levedad en el libro.
Son los libros que Javier Zabala ilustra recorridos naturales que asemejan el estar mirando un bosque de pinos por la montaña, líneas prolongadas, troncos negros que emergen de un valle blanquísimo, formas que vibran colgadas una sobre otras, reunidas, aciculadas, pendientes de un viento que las mueva. Dice el poeta, “algo que yo no sé sabe la hoja que vibra en aquella rama”, y es cierto, la intuición es una forma de escuchar lo que no sabemos. Y Zabala escucha y muestra y erige desde la intuición. Toda imagen se mece silenciosamente frente al texto, no lo interrumpe, sino lo alarga, transformándolo en un bosque. Son libros ilustrados que se convierten en un collage de hojarasca melancólica, la silueta del negro. Negro de letras y negro de sombras, negro en la pluma y negro en la pupila; papel herido que se alivia con el aire blando del silencio, siempre el silencio: rama en penumbra que se mece en la mansedumbre.
Se trata de la construcción desde la posibilidad del trazo, de la riqueza gráfica del accidente, muy cercana al azar, del diálogo equilibrado entre inmediatez y perspectiva, donde el a priori indica, pero el a posteriori compone. De ahí que toda seña plástica superpuesta se allane al dibujo, porque aún en la oposición del material Zabala integra "el todo" bajo una estética permanente. Formas de una misma fenomenología. Siempre un intento de equilibrio bajo la intuición y el presentimiento.
Tim Knowles, artista británico, sujeta esta fenomenología y construye otra forma de poema gráfico muy parecido al trabajo de Zabala, ambos obtienen una línea oscilante. Knowles ata varias plumas en diferentes ramas de un mismo árbol, que está expuesto al viento y distribuyendo, según su orientación compositiva, sobre un lienzo que se encuentra debajo de ellas, logra una serie de trazos que provienen del movimiento que las ramas han dejado por el viento. Las trazos de la brisa. La muestra visible de ese supuesto azar, certeza de esa pertenencia del equilibrio que nos rodea, el rasgo natural de todo lo que es.
Así la construcción de las ilustraciones de Zabala se erigen literalmente como caligrafías que se esparcen a través del movimiento de su propio aliento, señas plásticas que se permiten visual y conceptualmente concatenarse a otros cuerpos, a otros recursos, es la intuición la que las recoge; líneas, color, recortes, trozos de papel, fragmentos, papel sobre papel, color sobre color, Zabala los reúnen para plasmar la metáfora de esta acumulación que es el tiempo: instante sobre instante. Formas intuitivas que se pertenecen a sí mismas y con las que se perciben otra idea del mundo.
Con Zabala nunca ha sido más evidente la idea de que el libro reúne al mundo y que este lo transforma. Ya que su discurso reúne y transfigura todo gesto, todo visaje. La línea se convierte en figura, la mancha en forma y el color en vestimenta, siempre conservando ese gesto, aún en sus volcados negros. Es memoria que vibra incesantemente, que recuerda la oposición del material, de las horas en el estudio y la huella de la mano. Así la impronta entonces, se vuelve unas veces hombre o otras animal, unas veces casa o otras árbol, se vuelve río y se vuelve mar y el negro se convierte en noche y la noche, bajo la pluma, se contrae en estrella diminuta para comenzar nuevamente como jeroglífico. El trazo ciego se vuelve mundo.
Es además de toda su estética una adhesión a la voz poética, alargando el texto con su visión. Y si el escritor dice que “la estrella se ha apagado”, él arrostra su oquedad en una persona, si el poeta dice “una noche lejana”, él le pinta alas y la vuelve santidad. Es un trabajo que resignifica en la relación directa al acto de la lectura y la imagen, yuxtaponiendo a la voz, la otra voz de la ilustración que extiende la lectura.
En esta vastedad de elementos, de valoración en el trabajo erigido desde la intuición, de escritura significativa, que Javier Zabala regresa al dibujo esa memoria de la posibilidad donde el dibujo se torna poético. Es anverso franco de una idea sobre ilustración a la par del numinoso anverso que es la ejecución, caligrafía que sucede con toda sobriedad.
Mapas de tiempo, trozos de trazos que deja la mano, el pincel, la mirada, la voz. Pareciera como si cuando niño el ser, se mostrara así mismo en sus primeras dibujos pero con los ojos de un maestro antiguo que sabe escuchar.
Una obra por la que la tinta negra regresa al árbol de la hoja blanca y vibra con aquello que intuimos.