I.
El silencio es una idea del universo que siempre ha permanecido en el hombre como la nostalgia que nos acompaña, es el deseo de sumergirse otra vez en el momento primero donde el silencio virginal e intemporal lo cubría todo, reduciendo esa angustia de sentirnos fragmento, es el silencio donde sin decir nos erigimos como seres humanos, silere de donde fuimos expelidos para vivir en el destierro del tacere donde aprendimos a nombrar el mundo. La irrupción de la angustia en el ser que busca alivio. El silencio de la palabra no dicha, que fermenta, que imita, que convoca al universo; el silencio del ser, no de lo nunca advenido. Dicen los poetas: la herida.
El silencio inefable, la voz que inunda y que ahoga, ese follaje de mar que nos alivia y angustia con su sombra, que nos supera y nos envuelve, ese silencio de libro: mansedumbre del fragmento.
Si, somos seres separados, de fragmentos, seres que nombramos el mundo para habitarlo en orfandad, con el hueco que siempre deja el abandono en el cuerpo, en la arena, inventando el mundo, construyendo ciudades y sociedades cercadas de incertidumbre, y de éste silencio, construimos la palabra para albergarnos en ella. Entonces, el exilio nos acoge como el desierto recoge al polvo y se germina. Así nace nuestra necesidad de pertenencia, por los vacíos y por la orfandad, así la palabra, que nos devuelve la voz para llenar la oquedad que somos, como un espejo que abisma y que refleja esa otra inmensidad del universo tan parecido a nosotros, nos pertenecemos. Entonces el árbol que nace del cielo y crece en la tierra se hace libro, entonces la metáfora aparece como hombre y como mujer, en medio del cielo y la tierra, como la palabra en la boca. Silencios uno y otro.
De ese silencio que arroja y que recoge se transmuta el polvo, como semilla y como muerte, es señal de procedencia y de vínculo, de él la palabra se hace para aliviar la angustia como promesa divina, sonido del universo que cae en el libro para oponerse al olvido; es la memoria perdida que se recobra cuando leemos, de ahí que nuestro recuerdo nazca en la palabra, porque su ceniza permanece en nosotros. Es el libro la roca que sedimenta el polvo, un pináculo enhiesto ante el extravío para señalarnos aquí y allá, para contener el tiempo, convocando a congregarnos nuevamente para existir: el libro es lo benigno del tiempo. Fragmentos que regresan, como en la idea cristiana donde el ser regresa a los cielos y deja la tierra, conjuro contra la angustia y el vacío. Y de esos silencio el libro debió haberse formado como la promesa del polvo, siendo sostén de este abandono. Signo de transitoriedad.
Dispersos los fragmentos solo queda encontrarse, hojas que separadas de un mismo árbol se reunen en el follaje del libro para regresar, por un momento, a esa vastedad que es el silencio del universo.
II.
Olvidado todo, caemos del último árbol del mundo que no sabe esperar más, el cuerpo seco del abandono que alguna vez fue todo y que ahora sin lugar de origen se disuelve en la nada, se vuelve mar negro que todo lo traga y que ya no devuelve, como el olvido. Hemos perdido toda pertenencia y nos hemos vuelto absurdos y con la absurdidad la palabra, que es sentido, desaparece, sucede por lo tanto la disolución del tiempo en donde se guarda lo humano y la velocidad impide los lugares, sobre todo los que se dilatan para reflexionar, vivimos en una celeridad en donde todo tiene que ser inmediato, en ciudades donde no podemos detenernos y nos relacionamos solamente por inscripción, sin esa idea de común con la que se forja las comunidades. Quedamos entonces desprovistos de una naturaleza de origen donde surge el pensamiento, sin espacios reflexivos donde ocurramos detenidamente; disparados en un sistema vertiginoso que corre sin detenerse, destinados a la eternidad del fragmento por un cerrado intersticio entre tener y producir. Y en esta absurdidad hemos perdido casi todo.
Así, dejamos de acontecer para volvernos vanos bajo la velocidad de los sistemas que no saben esperar y que su inmediatez nos reducen a meras preconfiguraciónes esquemáticas de pensamiento, para paliar los vacíos existenciales con otro orden que no pertenecen a la naturaleza de lo humano y que responden más bien a un excedido artificio abstracto, ya ni siquiera material. Nacer para ser exitoso, para acertar siempre, para ser célebre, inmediato, pronto, axiomas basados en el dinero y el poder vertical. Estos esquemas en los que nos desarrollamos destruyen la lentitud y el tiempo dilatado, naturaleza indispensable para el libro, alejándonos de él como de otro sucesos también indispensable en el ser humano como la reflexión, corremos sin importar las urgencias de la vida, entendemos el mundo según el poder despótico y según la publicidad, la imagen de producto: un mundo abstracto. No solo los soportes de comunicación y cultura como la televisión mexicana y la cinematografía comercial del mundo han impulsado la cultura frenética, histérica, esquizofrénica y petulante, sino que además algo que se ha vuelto signo de veneración en nuestro país como la mercadotécnia ha convertido todo lo que es el mundo en mercado y los significados posibles que pudieramos tener se reemplazan por solo modos de valor abstracto y productivo, relaciones de posesión, monarquías del éxito, antropofagia de liderazgo; todo debe ser inmediato, bulímico, poderoso, avasallador. Una implosión tergiversada que nos circunda en todos sentidos, un mundo unimental.
Y ahí, en esa situación, el libro es imposible, más allá de las estructuras inhabilitadas, más allá de las irresponsabilidades institucionales, más allá de la cultura superficial, el espacio dilatado y vital de cada persona ha desaparecido y se ha disuelto el rastro del polvo que somos. ¿Cómo entonces considerar el mundo detenidamente?, si no existen los espacios y el tiempo para ello, como si lo hubieramos olvidado todo. Nos hemos abandonado sin saber que vivimos y nos excluimos solo a vivir: nos ha devorado la espesa inutilidad del absurdo. La imposibilidad de estas sociedades nos aleja, porque no pertenecemos a la celeridad, ni a la inmediatez, pertenecemos, como el libro, a la lentitud, lentitud donde sucedemos como contrapeso a la levedad del ser. No hay otra manera de presenciarnos, y el libro es espacio y tiempo para ello. Las realidades y las materialidades no son suficientes para autentificar nuestra existencia, solo si la interlocución viene del libro, ahí el ser humano se presencia, se erige, por eso esta gran importancia de mantenernos cerca. Ese espacio dispuesto como horizonte abierto, donde nos nombramos, nos formamos, donde nos leemos, hace permanecer el universo a través de la palabra que se escribe, perpetuándonos así en su signo mientras nos entendemos como polvo. Y es que tenemos una distancia con los significados por abandonar los libros que ya hemos perdido el carácter de lo humano, lo que nos hizo fundarnos, y tal parece que solo somos un extravío de incoherencias sofisticadas.
Perdida la oralidad, la voz, la razón y dilapidado irreflexivamente el lenguaje, no queda espacio para ser y para ocurrir, solo laberintos momentáneos que nos alejan cada vez más de todo. Nuestra vida humana se ha perdido.
Es el libro entonces un lugar al que debemos regresar para reunirnos con nosotros mismos, reunirnos como las hojas se reunen en el libro. Leer para volvernos vocablo, asumiendo ese misterio que siempre hemos sido, sin saber cómo ni cuando se termina pero en continuidad. Continuarnos en la palabra que insemina el universo. Es entendernos cuando las palabras nos explican, es empezar a recordar, justo por el corazón, que ese espejo en donde nos vemos es un camino que nos encuentra, solo así retomaremos la lentitud para poder acercarnos al universo que es el libro.
III.
Hemos olvidado tanto que parece que lo hemos perdido todo, como perder la forma y el cuerpo o como perder la voz, es quedar sin habla y que la palabra no vuelva nunca más a decirnos nada, es estar sencillamente a la deriva sin lugar alguno, es así la lontananza del libro. Sin embargo insistamos en él, porque sin esa superficie bruñida en blanco, ni el silencio, ni el polvo, podran resonar. Porque siendo aquello en lo cual todo se funde y aquello a donde nos dirigimos, nuestro ser tendrá que erigirse como silencio humano y como polvo infinito recuperando su reverberancia, para, sí, sabernos fragmento, pero no fragmentos de olvido, sino fragmento de universo donde el hueco del signo nos aloja. Sí, el silencio y el polvo son un acto de reconstitución, son un acto de fe.
Existimos entonces en el rastro del polvo que nos dibuja, más aún, nos formamos, sus líneas reflejan los latidos de un universo por el que nos vamos encontrando, reencontrando. Somos ese vocablo misterioso que proviene de la soledad y termina en la comunión del libro, la escritura que nos salva de la mudez para perdurar y aliviar nuestra fragilidad, voz que vive en las páginas del libro y que es signo de procedencia. Con ese nexo nuestra vida es una urdimbre que de perder su origen flotaría como una broza de escombros sin germinar jamás.
Ser y leer es sinónimo del hombre y de la mujer, de la primera escritura, que sin duda debió ser un hueco, tal como la memoria lo hace con los recuerdos; escritura que tuvo que provenir de la cavidad que queda en el material después de golpear la piedra o la madera o el pozo que después de empujar la arena queda como huella: ahí nuestra oquedad, nuestro espejo; hueco de lo invisible, de lo que somos, no hay otra manera de entenderlo. Tiene razón Saint-Exupéry, lo esencial es invisible a los ojos. Así de sencillo es el poeta, así de sencilla debe ser nuestra existencia, sin el doblez sofisticado que guarda la estupidez y sin la tergiversada facultad del poder, solo y sencillamente en el origen que somos. La única certeza.
Reconstituirnos así para aliviar nuestra nostalgia y para recobrar esa unidad, para no perder ese fundamento y para recuperar el ser; leer para mirar el mundo por los signos que ocupan esas huellas que dejamos, para abismarse en esos agujeros negros que llamamos palabras escritas, para sumergirnos por un instante en el silere. El libro es el alivio, el lugar de reunión, la continuidad, nuestro misterio, la significación y la resonancia del universo, el silencio que nos labra, el polvo constituido del ser. Entonces, ahí, al final, donde todo se dirige, reconstituirnos como el universo que somos.