(Versión corregida de un escrito que tenía bastantes incoherencias y que leí en Valladolid con algunos amigos. Espero esta versión sea más entendible)
Cuando pensamos que leemos un libro en realidad estamos leyendo tres, el que el escritor ha escrito, el que nosotros leemos, y uno muy entrañable que nos confirma, que nos hace ciertos, el libro nómada: el libro que recordamos.
Abstracto de tiempos y lugar es un libro que siempre espera, está ahí como en un sin lugar esperando que lo evoquemos con el recuerdo, un libro que lo vamos transformando al andar, que nos va transformando, y termina por convertirse en ese algo único de nuestra vida de lectores. Es el libro que nos marca un antes y un después. Cuántos escritores hablan de ese libro, cuántos de nosotros lo tenemos presente ahora mismo y lo llevamos bajo el brazo imaginariamente.
I.
Recuerdo que en casa de mis padres existía una enorme biblioteca con una cantidad de libros que me maravillaba, hablo del recuerdo de cuando tenía unos cuatro años… bueno, no, más bien tenía seis, ¿o eran ocho?. La verdad es que tenía doce ¿o dieciocho?, ¿o no lo recuerdo bien?; para ser honestos no era una enorme biblioteca, más bien era un pequeño librero en donde una enciclopedia Salvat se desempolvaba cada año cuando en casa se hacía limpieza para las fiestas navideñas, también tengo que decir que nunca fui un niño portento, ni mucho menos erudito que empezó a leer desde muy temprana edad. Sin embargo, lo que recuerdo es que esos libros me hacían pasar los domingos muy placenteramente, aunque tampoco era porque los leyera, más bien eran sus fotografías que me atraían por horas y me hacían imaginar como un gran viajero.
Un vez, hurgando en la habitación de mi hermana, encontré un libro que me acompañaría toda la vida. Hablaba de moscas, de hombres muy feos, de poetas y de pestes, todo muy extraño para mi, incluso había un asno que festejaba una fiesta. En esa historia había un hombre con una toga blanca que bajaba de una montaña entre mendigos desdentados y hombres pálidos (lo de la toga lo imaginaba yo porque nunca se mencionó en el libro, también había un súper hombre al que jamás pude imaginarle capa alguna). Lo recuerdo perfectamente, también recuerdo aquellas tardes. Había una atracción que me mantenía a él muy particular, porque por más que lo intentara o por más que abría los ojos (pensando que me concentraría como un hipnotista y así poder descifrarlo), jamás logré entender nada. De todas maneras conservé ese libro y por las tardes lo hojeaba pensando que, aunque no comprendiera nada, me transformaría en un sabio de doce años. Ahora que lo recuerdo hubiera deseado que haber leído a Nietzsche a esa edad pudiera contarlo como el suceso asombroso de un niño genio, que ávido de leer todo cuanto se le pusiera enfrente, encontró desde muy corta edad su destino y terminó convirtiéndose en un gran filósofo. Sin embargo no es así; aunque recuerdo esos momentos tan luminosos, leyendo el libro aquí y allá, por las tardes y algunas veces por las noches, que creo que ese recuerdo me sigue iluminando.
¿Qué fue lo que ese libro tuvo de extraordinario para permanecer en mi vida?. Me lo pregunto y el haber germinado el llano de mi ignorancia con la imaginación fue maravilloso, porque posibilitó mi propia ficción y porque con cada libro que tiempo después abría esperaba la misma sensación. Creo que a partir de entonces he construido mi propia habitación en cada libro que leo. Demasiado irónico porque en aquel entonces cuando leía ese libro compartía el dormitorio con mi hermano y, siendo yo el menor, es obvio puntualizar que en realidad no es que compartiera el dormitorio, sino que, en palabras de mi hermano, era yo una “visita tolerada”, así que es cierto aquello que dice que el libro es nuestra primera habitación verdadera.
Es así, el libro recordado nos construye esa habitación que nos guarda, desde donde nos narramos, que nos hace imaginar, que aunque no es la habitación poética de Virginia Woolf, es la más confortable del mundo y es en donde el tiempo se convierte en sueño.
II.
LA INHERENCIA AL SUEÑO
El devenir de un libro siempre es posterior a la lectura, sucede después de leerlo cuando interpretamos lo leído. En el momento en que cerramos su última hoja nuestra memoria lo aprisiona lentamente. En ese instante el libro y nosotros nos hacemos recuerdo, y una vez siendo la misma materia que la imaginación, compartimos su prodigiosa sustancia transformando el mundo, nuestro mundo. Somos el árbol de la reminiscencia y de la remembranza que bebe de un río pasado entre sueños, recuerdos y deseos solo para imaginar.
Sucede con casi todos los libros, aunque no todos tienen esa fuerza para arraigarse en nuestra alma, algunos se van disolviendo y otros se olvidan o sencillamente aparecen en momentos imprecisos como cuando el amor no se entrega y lo dejamos marchar. Pero también esta el libro exacto, el que coincidió en el momento correcto para develarnos y permanecer inmarcesible en nuestras manos, aquel que despertó ese mundo en el que nos hemos inventado. Un libro que guarda el tiempo como si fuera posible guardar los instantes de vida, porque su evocación es el despertar de los días pasados en que pasábamos sus hojas al leerlas una tras otra, recuperando los días, la edad, el nombre, los gustos y deseos y todo aquello que desconocíamos o seguimos desconociendo, confirmándonos lo que somos: reminiscencia del recuerdo, la semilla que queda germinando para siempre. Ese libro nos elabora y nos inventa en la memoria; es una piedra arrojada al estanque de nuestro recuerdo que ondea infinitamente: el libro recordado.
Sí, el recuerdo nos inventa y nos sujeta, nos mantiene en el horizonte en el que transitamos para no perdernos, pero además provoca la fantasía al reproducir las cosas pasadas o lejanas, reconstruyéndolas exactamente en forma sensible o idealizando aquellas insignificantes para transfigurarlas en magníficas, crea nuestra realidad íntima y refleja nuestra personalidad en ese acto supremo que es la lectura, nos confirma la existencia que nos liga al relato que somos: nosotros como un gran discurso en la memoria. Un suceso que proclama al recuerdo como vértebra del ser. Porque las realidades se miran pero además se rememoran. Acto fundamental para imaginar, recuperando nuestra posibilidad, porque el imaginar no es exclusivo de edad alguna, más bien es signo inherente de nuestra naturaleza como primera actividad del pensamiento. Es el juego que nos transforma en lo que deseamos ser. Imaginar nos hace suplantar lo que desconocemos, que es casi todo, lo hacen los científicos y los hacen los poetas, pero también lo hacemos nosotros cuando leemos, porque somos seres que necesitamos simbolizar para asirnos, ya sea conociendo o imaginando; qué bueno que se asocie con la infancia pero es una contrariedad que se limite solo a ciertos tiempos de vida, no debe ser así, es un infortunio si la perdemos siendo adultos. Ya entiendo ahora que tenga importancia en la sociedad la cercanía con los libros ilustrados y que en lugares como las ferias de libros se diga aquí hay un espacio para ello, porque eso volverá a salvarnos. También entiendo el hecho de que los adultos les fascinen, sé de muchos que coleccionan libros ilustrados con otro pretexto, pero muy en el fondo creo que todos buscamos en ellos ese derecho infantil que es imaginar y que parece hemos extraviado. Entonces sí, el libro que recordamos, además de todo, es nuestra propia habitación en donde recuperamos esa mezcla fantástica que es el recuerdo y la imaginación para erigir nuestra esencia, es declarar que la fantasía sigue siendo nuestro ánimo, el territorio real en el que debemos vivir.
La importancia del recuerdo, de la imaginación y esa mezcla en la que nos vertimos como relato para evocar y decir. El recuerdo no solo rememora sino que crea para decir; dice García Márquez: vivir para contarla, pero agreguemos, contarla para seguir viviendo. Recuerdo algo que una vez leí de Nélida Piñón, decía que ella cuando escribía lo hacía de modo impreciso, “mezclando la cosecha de la memoria con la creación”. Eso es la precisión poética. Y pienso: el libro recordado es entonces una reencarnación de nosotros mismos, nuestra precisión etimológica de la palabra, porque recordar viene de la palabra cordis que significa corazón y el libro que nos marcó para siempre nos hace pasar de nuevo por nuestro corazón.
El ilustrador entonces es un lector privilegiado, porque además puede plasmar ese juego en cada ilustración, intercalando o acompañando a cada texto la imprecisa mezcla de crear entre el recuerdo y la imaginación.
III.
ILUSTRAR DESDE UNA HABITACIÓN.
Voy a jugar con una metáfora que ya he mencionado, la habitación de nuestra intimidad, ese hermoso espacio de nuestra soledad.
El ilustrador siempre trabaja en una pequeña habitación, ya sea en su estudio, ya sea en el comedor o desde el vagón de un tren por la noche o desde un parque concurrido, trabajamos desde donde sea, pero siempre en nuestra habitación, ahí la hoja en blanco son unas manos que nos tapan los ojos y nos hace imaginar cosas, cuando imaginamos nos convertimos en lectores afortunados de haber hallado el mejor de todos los libros, y como todos nosotros, mezclamos los recuerdos y las fantasías en el juego de la ilusión, en la imprecisa mezcla que a todos fascina, como cuando siendo niños uno jugaba con reglas inventadas, que permitían sujetar por un momento el mundo y divertirse imaginando que esa canica en la bolsa era mágica y que soplándole se despertaba su poder, así el ilustrador sopla al papel para esparcir los sobrantes del lápiz, pero también para evocar la magia posible que es enhebrar los recuerdos y la imaginación en cada dibujo. Sólo así el recuerdo de esa melancólica manta tendida al sol, cuando veíamos de niños en el patio de nuestras casas, en verdad pueda transformarse en nubes interminables. Yo dibujo pero antes recuerdo e imagino.
Pensar que recordar es ya un hecho narrativo por excelencia, pero además es un acto creador inmediato porque crear no es más que unas veces hacer y otras encontrar y para recordar algo se necesita la selección de ciertas imágenes y de ciertos momentos de ese universo del pasado para tener esa fotografía que es el recuerdo; y crear no es más que unas veces hacer y otras encontrar. As í el ilustrador no deja de ser lector que recuerda, que pierde y encuentra en el dibujo y escribe ideas con los mismos elementos inherentes al sueño, la condensación y el desplazamiento. Un lector privilegiado que anhela como todo libro que se lea, pero que se lea desde un alma hasta otra en esa gran orilla que llevamos en el pecho y que navegamos como balsa. Somos ilustradores pero ante todo somos lectores que recordamos siempre y que deslizamos sueños e ideas desde una pequeña habitación.
Así, ustedes, nosotros, lectores ambos, vivimos en este preciso momento por toda nuestra historia particular, pero miramos tan particularmente porque un libro recordado nos orillo aquí y todavía nos llevará a otros lugares inimaginables, evocando vivimos entre esas paredes de la gran habitación que es nuestro ser. Qué noble es estar cerca de los libros, en donde jugamos, en donde imaginamos la gran parte faltante, en donde encontramos y pensamos. Termino parafraseando a Quevedo: sí, somos recuerdo, pero un recuerdo que sueña.